Noche de meditación
En la noche miraba la espesura del cielo en una atmósfera
fría de invierno. Ni una estrella, ni siquiera la luna hacía acto de presencia.
Probablemente, solo era mi imaginación, que, desbordada por la soledad, quería
encontrar en el cielo su semejante.
El camino se hacía incierto. El recorrido se estrechaba
tanto, que parecía que me abocaba a un precipicio sin salvación. La nostalgia y
el retiro parecían unirse en el abandono y en la soledad en un mundo demasiado
grande para mí.
Las lágrimas corrían por mis ojos. Los dientes mordían mis
labios por los nervios que atacaban mi cuerpo, hasta que la sangre empezó a
brotar de ellos, y mis manos temblaban por la tristeza que se hundía en mi ser
como un puñal atravesando un corazón.
Un abrazo aliviaría mi dolida y abatida alma, un beso la
curaría eternamente. Aguardo ello en una noche fría y apagada pues él no está a
mi lado. Quizá nunca lo esté. Quizá los días pasen y la soledad ahonde aún más
en este cansado y desgastado corazón.
Sigo caminando entre la oscuridad, solo alumbrado por los
débiles focos de las farolas. No puedo evitar compararlo con mi vida. A veces
con claros, pero otros trozos con un tono tan negro que ni yo mismo entiendo cómo
se han podido ennegrecer tanto. Pienso en él, no puedo dejar de hacerlo. Mi
mente no dejaba de dibujar sus ojos, su mirada, su bonita sonrisa o sus
carnosos y delicados labios. No quería dejarlo atrás.
La rendición nunca había sido mi opción. Quizá te pierda
—pensaba para mí mismo, mientras me imaginaba su rostro—. Quizá algún día te
deje ir o sea yo quien me vaya, pero será cuando la llama de mi amor se haya
extinguido sin que pueda revivirla.
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